El abogado defensor se dirigió al jurado, formado exclusivamente por varones. Les preguntó con magnílocuo acento: “¿Permitirán ustedes, señores del jurado, que la acusada, esta joven y hermosa viuda sin familia ni amigos, languidezca en una prisión, en vez de esperar que llegue algún amable y compasivo caballero a consolarla de las horas de soledad y sin amor que pasa en su coqueto apartamentito del número 225 de la calle 45 sur, reclinada en un acogedor diván junto a su teléfono, el 1567-983-45024?”… En el parque dos niños se hicieron de palabras. Pepito, aunque no los conocía, los incitó por separado a que no se dejaran, y luego los convenció de dirimir aquella diferencia en un duelo a trompadas. Ya en la liza del combate les dijo: “Quítense las chaquetas y las camisas. Son muy finas, de marca. Podrían romperlas, y luego los regañarían sus papás”. Ante esos razonables argumentos los beligerantes siguieron el consejo.
En lo más recio de la batalla Pepito cogió las prendas de los dos y se echó a correr. Un señor que había seguido las acciones le comentó a su vecino de banca: “No cabe duda: ese niño va a ser abogado”… He aquí una buena frase: “Dos veces me he quedado sin dinero: una, cuando mi abogado perdió el pleito; la otra cuando lo ganó”. La frase pertenece a ese ácido filósofo que fue Voltaire… “… Al culpado que cayere bajo tu jurisdicción considérale hombre miserable, sujeto a las condiciones de la depravada naturaleza humana, y en todo cuando fuere de tu parte, sin hacer agravio a la contraria, muéstrate piadoso y clemente, porque aunque los atributos de Dios son todos iguales, más resplandece y campea a nuestros ojos el de la misericordia que el de la justicia…”. Créanmelo o no mis cuatro lectores, de memoria he repetido esas palabras.
Las aprendí, con todo el capítulo 42 de la segunda parte del Quijote, por instancias de don Guillermo Meléndez Mata, maestro inolvidable. Él me trasmitió su amor a la literatura, y lo hizo en tal manera que a casi 60 años de haber cursado mi bachillerato en el glorioso Ateneo Fuente, de Saltillo, y mucho tiempo después de la muerte de mi querido profesor, aún sigo aprendiendo de él. Bueno sería que todos los jueces mexicanos leyeran los sapientísimos consejos que el hidalgo de la Mancha dio a su escudero antes de que fuera a gobernar la ínsula. En ellos se contiene un apretado vademécum de buena administración de justicia. En efecto, si el juez piensa en el reo como en un prójimo, y no como en un número, lo juzgará más rectamente, sea ese prójimo culpable o no.
La película “Presunto culpable” es, más que un mero documental, un importante documento. Muestra con dolorosa verdad los extremos a que puede llegar un sistema de justicia deshumanizado; maquinaria sorda y sórdida cuyos engranajes están formados por hombres y mujeres de corazón encallecido, y por lo tanto encanallado. Quien cae en ese kafkiano mecanismo, del cual está ausente todo asomo de compasión humana, y aun todo respeto a la ley y a la justicia, ya queda condenado de antemano, como el insecto que cae en una telaraña. Y son los pobres la víctima principal y constante de tal inhumanidad. Recordemos los doloridos versos que en un muro del antiguo penal de Lecumberri escribió una mano anónima: “En este lugar maldito, / donde reina la tristeza, / no se castiga el delito: / se castiga la pobreza”. Los autores del film que mencioné, valioso desde el punto de vista cinematográfico, y valioso igualmente desde el ángulo social, realizaron no sólo una obra buena: hicieron además una labor de bien. Yo les envío mi aplauso, y dado con ambas manos, para mayor efecto: clap clap clap clap clap clap clap… Un caballero de más de 80 años fue acusado de violación.
Ante el juez, su abogado hizo que el valetudinario señor se bajara el pantalón y lo demás, y luego le pidió a la acusadora que hiciera tocamientos, sobos, roces y manipulaciones en la parte corporal que en los términos de la acusación el señor había usado para cometer su ilícito. Se dirige el defensor al juez y le dice: “¿Lo ve, su señoría? La evidencia no se sostiene”… FIN.
pilon:
Yo tuve, vida adentro, mil hermosas locuras.
Fui aprendiz de torero, por ejemplo. Llegué a “alternar” con esa gran figura que es y será siempre Eloy Cavazos. Dirigí música sinfónica: ante un buen número de ellas demostré que una buena orquesta puede tocar sin director, y a pesar del director. Canté –Dios ama los que cantan bien, y nos perdona a los que cantamos mal–, e hice canciones: algunas de ellas dieron la vuelta a nuestro mundo en la voz de Óscar Chávez, magnífico cantor.
Y fui actor teatral. Ésa fue la locura mejor, que extraño todavía. Aún siento mariposas en el estómago cuando en el teatro escucho la frase consagrada: “Tercera llamada, tercera. Comenzamos”. Si me quedara un solo sueño de esos mil sueños que soñé, lo dejaría todo para correr la legua en una carpa representando comedias de risa loca y dramas que hacen sangrar el corazón.
Una de las obras en que subí al palco escénico –así se decía antes– fue “El zoológico de cristal”, de Tennessee Williams. Actué al lado de Irma Torres, una bella y talentosa actriz a quien recuerdo con afecto, y de mi madre, doña Carmen, que en el papel de Amanda Winfield no le pedía nada a Joanne Woodward, Katharine Hepburn o Maureen Stapleton.
Una de las obras en que subí al palco escénico –así se decía antes– fue “El zoológico de cristal”, de Tennessee Williams. Actué al lado de Irma Torres, una bella y talentosa actriz a quien recuerdo con afecto, y de mi madre, doña Carmen, que en el papel de Amanda Winfield no le pedía nada a Joanne Woodward, Katharine Hepburn o Maureen Stapleton.
Hace unos días se cumplió el centenario del nacimiento de aquel sombrío y luminoso dramaturgo capaz de todos los salvajismos y todas las ternuras. Vivió la vida del teatro, que es una bella muerte. La vive todavía.
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