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20 de marzo de 2011

DOÑA ARITMETICA FORMULA Y DOÑA GEOMETRIA ANGULO

Pellegrino Pellegrini, también llamado El Tibaldi, pintor y arquitecto italiano, terminó por fin, aquella mañana fría de primavera, su pintura al fresco en el techo de la Biblioteca del Monasterio de San Lorenzo de El Escorial.

Había aceptado con entusiasmo el encargo que le ofreció, en carta firmada y lacrada, el propio rey don Felipe II, para decorar el claustro y el techo de la biblioteca del monasterio que levantaba cerca de Madrid. Pero su alegría se había ido evaporando a medida que hacía frente a las dificultades de pintar a tal altura del suelo, sobre andamios y escaleras temblequeantes y pasando frío hasta en verano. Y tanto frío pasó en El Escorial que ya de vuelta en Italia, repetiría una frase que le hizo célebre: “Yo el invierno que más frío pasé en mi vida fue un mes de agosto en El Escorial”.
Pellegrino Pellegrini estuvo trabajando en el monasterio desde 1588 a 1595 y ya lo único que deseaba era volver cuanto antes a su cálido pueblo, Puria in Valsolda, que allá en Italia, lo esperaba.

Así que aquella mañana en que dio la pincelada final a su obra, se sintió feliz y satisfecho ante la obra bien hecha.

Dio las órdenes necesarias para que al día siguiente retiraran los andamios y se quedó ensimismado contemplando su obra, hasta que un crujido en los peldaños de la escalera que subía hasta la última plataforma sobre la que se encontraba, le alertó de la presencia inesperada de dos visitantes.

-Buenas días –saludaron, jadeantes, los recién llegados.

-Buenos días –contestó Pellegrino ante los que no habían anunciado su visita, como era normal hacerlo.

A pesar de todo ya estaba acostumbrado a este tipo de visitas, pues subían a verlo, de vez en cuando, algún que otro monje del monasterio más interesado en libros y pinturas que al humo del incienso; algún funcionario real, más que nada por controlar si se cumplían las previsiones establecidas en el contrato del pintor respecto al número de figuras, colores y tiempo de ejecución de la pintura; miembros de algún tribunal de la Inquisición y hasta el mismísimo Inquisidor General, que subió en un par de ocasiones, para comprobar si se cumplían las reglas emanadas en el Concilio de Trento sobre pintura y escultura, o sea, sobre la censura en el arte.
Hasta allá arriba también subió un día el propio rey que, siempre vigilante y renqueante, quiso contemplar de cerca las pinturas... y jugar a desorientar al italiano con una de sus habituales propuestas-trampa, a las que era tan aficionado:

-Vamos a ver, ¿qué prefiere, mi admirado señor Pellegrini? –preguntó Felipe II al pintor- ¿llevarse todas las monedas de 1 escudo de oro que sea capaz, con la condición de contarlas de una en una, en voz alta y sin detenerse, o los 15.000 escudos que le vamos a pagar, según lo estipulado en su contrato?.

El pintor se quedó sin habla, desconcertado, sin capacidad de reacción ante lo que no sabía si era una magnífica oferta o una aviesa trampa del rey para ahorrarse dinero en el pago a sus servicios.

-Podrá llevarse todos los escudos de oro que sea capaz, repito, todos los que haya contado de uno en uno y sin parar. ¿Qué me dice? Y conteste rápido, que no tengo toda la mañana.

El italiano, desconcertado ante la mirada maliciosa del rey, contestó que se quedaba con lo estipulado en el contrato, pensando que más valían 15.000 escudos en mano que vete tú a saber cuántos volando.

Pero lo que más le desconcertó aún fue la sutil carcajada que soltó el rey al despedirse, carcajada que mantuvo mientras descendía por la escalera de mano; y más que seguía riéndose mientras se alejaba hacia la salida de la biblioteca seguido de su séquito, que también reía a carcajadas, aunque no supiera muy bien por qué, que para eso están los séquitos, para reír las gracias de sus señores.

Todo esto recordaba el pintor, sin estar seguro aún de si habría acertado o no en la propuesta del rey, cuando llegaron los dos visitantes que ahora, a su lado, admiraban sus pinturas, hasta que el más joven de ellos se presentó:

-Soy paisano suyo. Y al enterarme que un italiano pintaba el techo de la biblioteca me decidí a visitarlo –y tendió la mano derecha, presentándose -me llamo Niccolo Fontana Tartaglia, y soy matemático de profesión. Y este señor que me acompaña es Arquímedes de Siracusa.

-Encantado –dijo el pintor estrechando la mano del que se acababa de presentar; pero al ir a estrechar la mano de Arquímedes, que también se la tendió para saludarlo, éste se esfumó en el aire, desapareciendo de su vista.
Pellegrino retrocedió espantado ante la desaparición del segundo visitante, sorprendido a su vez de que el primero de ellos no se extrañara ante éste hecho, como si le pareciera de lo más normal que alguien pudiera desvanecerse así, de repente.
Ante la expresión de pánico del pintor, Tartaglia le explicó:

-No se preocupe, señor Pellegrino, que no pasa nada. Es que no sé si usted sabrá que Arquímedes de Siracusa murió hace unos... 1.767 años, más o menos, aunque nunca me haya puesto a calcularlo exactamente, a pesar de ser matemático.

-Sí, pero, ¿qué hace aquí Arquímedes si ha muerto hace tantos años?

-Es que se me aparece con bastante frecuencia, su espíritu, claro. –contestó Tartaglia - Como yo lo admiraba tanto, un día, desde el más allá, decidió que se me aparecería para echarme una mano, para ayudarme a resolver ciertos problemillas, ciertas cuestiones en las que me atascaba, las intersecciones de dos cónicas, sin ir más lejos... Pero no se lo diga usted a nadie, porque pienso pasar a la posteridad como matemático famoso y tampoco es cosa de que la posteridad diga que, en parte, debo mi fama al espíritu de Arquímedes.

Mientras tanto, Arquímedes había vuelto a recuperar su forma lentamente. Cuando estuvo ya totalmente visible, sonrió y le dijo al pintor:

- Perdone por el susto que le he dado, pero es que, como soy un espíritu, cuando me tocan me desvanezco en el aire.

-Ya, ya –dijo Pellegrino, que aún no las tenía todas consigo, aunque añadió, para congraciarse con él – La verdad es que para la edad que tiene se conserva usted estupendamente.

-Bueno, es que el espíritu es el espíritu.

-Claro, claro.
Entonces intervino Tartaglia:

-Es que estábamos viendo las pinturas desde abajo y nos preguntábamos cuántos círculos tiene la greca que recorre la pintura del techo.

-Pues usted que es matemático lo calculará enseguida –contestó el pintor- ya que he utilizado para pintar la greca una conjetura capicúa. El número de círculos debía ser exactamente el segundo cubo capicúa de un número entero.

-¡No me lo diga, no me lo diga! –exclamó Tartaglia –que intentaré calcularlo esta noche en mi habitación.

-Podría decirnos, al menos, cuántas cifras tiene al famoso cubo capicúa –propuso Arquímedes.

Y cuando el pintor iba a decir el número de cifras del capicúa, Tartaglia le volvió a cortar, exclamando:

-¡No me lo diga, no me lo diga! –y preguntó- ¿Y todo el número capicúa lo convirtió usted en círculos?

-No; eran demasiados. Era un número muy grande como para pintar tantos círculos. Sólo pinté los círculos que me indicaba el número que estaba justo amitad de camino entre el primero y el segundo cubo capicúa. Y eso que este número también me obligó a pintar muchos círculos, ya que era el ...

-¡No me lo diga, no me lo diga! –volvió a insistir Tartaglia, que, para cambiar de conversación, preguntó: -¿Y quienes son todas estas señoras que ha pintado en el techo?

-Son alegorías. Son las alegorías de, por este orden y como podrán ver, la Teología, la Astrología, la Geometría, la Música, la Aritmética, la Dialéctica, la Retórica, la Gramática y la Filosofía –contestó Pellegrino.

-Hombre, qué alegría ver que se ha acordado de la Aritmética y la Geometría –dijo Tartaglia.

-Sí, y especialmente de la Geometría, en la que veo que se ha recreado usted especialmente. Yo también la prefiero. –dijo Arquímedes.

-No, a las dos las he pintado con el mismo cariño, ya que a las dos admiro –dijo el pintor.

-Pues yo prefiero la Aritmética –dijo Tartaglia.

-Pues yo la Geometría –insistió Arquímedes.

-Yo la Aritmética.

-Yo la Geometría.
Y así, discutiendo sus preferencias los dos italianos y el espectro del griego-italiano, Arquímedes nació en Siracusa, al sur de Italia, se bajaron del andamio, mientras que arriba, la Aritmética y la Geometría se reían de ellos. Y aunque les hizo gracia la discusión, después de la risa empezaron a discutir también ellas sobre la importancia de cada una.

-Yo soy mucho más importante que tú –dijo la Aritmética- ya que soy la base, el pilar y los cimientos del conocimiento matemático. Además me imagino que sabrás que mi nombre significa Ciencia de los Números. Fíjate si seré antigua, que mis orígenes se remontan a Babilonia y al Egipto de los faraones. Y ya lo dijo Pitágoras, ¡todo es número!

-¡Que tontería! Más importante soy yo –exclamó la Geometría- que soy la medida de todas las cosas, que ya sabes que mi nombre significa, nada menos, que Medida de la Tierra. Además a ti, en Babilonia y en Egipto te establecieron, que tuvieron que ser Thales, Pitágoras y Platón los que te definieran tal como eres. Mientras que a mí... fíjate si seré importante que Euclides, el gran geómetra, fue profesor, nada menos que del rey Tolomeo I de Alejandría.

-¡Ah, sí!. Y tú que eres tan lista, ¿a que no sabes cómo se llamaba el hermano de Tolomeo? –preguntó la Aritmética.

-¿...?

-Simeón.

-¡Qué ordinaria! Ese sí que es un chiste de mal gusto.

-Sí, todo lo que tú quieras, pero este monasterio no se habría podido construir sin mis números y mis cálculos –dijo la Aritmética.

-Ni sin mis trazados, que todo en este monasterio: cúpulas, bóvedas, arcos... todo es pura geometría –argumentó la Geometría.

-Pues ya que eres tan lista, -dijo muy enfadada la Arimética- resuélveme este problema: Demuestra que no existen 3 números naturales tales que la suma de los cuadrados de 2 de ellos sea el triple del cuadrado del otro. ¡Venga, atrévete!

-Muy bien. –dijo la Geometría- Pero a ver si me resuelves tú este otro: A ver cómo te las arreglarías si te dieran un triángulo con todos sus ángulos agudos y te dijeran que encontraras un punto interior cuya suma de distancias a los vértices fuera la mínima.
Así se quedaron la Aritmética y la Geometría, pintadas en el techo de la biblioteca y discutiendo todo el día.

Mientras tanto, las obras del monasterio terminaron y se inauguró la Biblioteca, pero ellas seguían discutiendo y discutiendo, intentando demostrar cual de las dos era la más importante.

La biblioteca se llenó de libros, de instrumentos científicos, de globos terráqueos y de mapas, y de lectores y estudiosos a través de los años, mientras seguía la discusión interminable en el techo.

Y seguía 500 años después aunque, eso sí, la Aritmética y la Geometría cuando la biblioteca estaba abierta al público, para no molestar a los lectores ni a los turistas, discutían en voz baja. 

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